La embotelladora más grande de
América Latina, Coca Cola Femsa, estima que llegará a vender cada día 29
millones de litros de refresco a casi 170 millones de consumidores, cifra
equivalente al consumo normal de agua diaria de 14,5 millones de personas.
Es casi imposible concebir a una
persona en el mundo que no conozca Pepsi o Coca Cola.
Hace 50 años nadie pensó que dos
grandes productoras y distribuidoras de refrescos aprovecharían la
privatización del agua para adueñarse de sus recursos acuíferos.
Controlar las reservas del agua
exime a estas compañías de pagar por el agua que utilizan para la producción,
abarata sus productos y les permite controlar los precios del mercado.
Además, les abre la puerta a un
negocio en expansión: la venta de agua embotellada.
Sólo las ventas en México, sede de
Femsa, suponen el 10% de las ganancias de Coca Cola a nivel mundial.
La iglesia de San Juan Chamula, a
pocos kilómetros de la ciudad que vio renacer el movimiento zapatista, San
Cristóbal de las Casas, desvela el protagonismo de Coca Cola en uno de los
ámbitos más importantes de la vida de los indígenas de la región: el culto
religioso.
Centenares de botellas de refresco
están puestas sobre el suelo y sobre altares junto a cirios y a imágenes de los
santos.
El olor de las hojas de pino
esparcidas por todo el suelo y el incienso ocupan el olfato.
Aunque sólo se escucha el murmullo
característico de los espacios amplios, de vez en cuando se oyen los eructos de
las personas que beben refresco durante el rito.
El consumo desmedido de refrescos
en el seno de una comunidad indígena empobrecida se puede explicar a que un
litro de Coca Cola cuesta menos que un litro de leche, por ejemplo. Sin
embargo,
¿QUIÉN
SE BENEFICIA?
Las multinacionales presionan muchas veces a los gobiernos para recibir concesiones en sectores importantes de la economía, como el agua, a cambio de infraestructuras presentadas como generadoras de riqueza y como grandes inversiones a futuro.
Si el ex infiltrado de la CIA, John
Perkins, denuncia en Confesiones de un economista-asesino a sueldo que
multinacionales como Bechtel (la compañía estadounidense de agua más
importante) “convencen” a los gobiernos de países endeudados para invertir en
infraestructuras que ellas construyen.
El testimonio del activista Tony
Clarke en Oro Azul nos abre los ojos ante un peligro mundial que antes se
trataba como a una trama futurista y paranoica de guerras por agua.
Clarke, director del Instituto
Polaris de Canadá, denuncia también el comportamiento de Bechtel, compañía a la
que encargó gobierno estadounidense después de la invasión de Iraq de
reconstruir los sistemas de drenaje y de desagüe.
A partir de entonces, los desechos
de 3,8 millones de personas alcanzan el Tigres sin ser tratados.
El resultado: el 80% de los iraquíes no cuenta
con agua potable.
Algo similar ha sucedido en
Sudáfrica, donde la privatización sacó de los bolsillos de todos los ciudadanos
sus gastos de agua.
Muchas veces no hubo tal porque la
ineficiencia de las infraestructuras privadas cortó el abastecimiento durante
varios periodos de tiempo. La gente tuvo que recurrir al agua de ríos y lagos
contaminados, lo que desencadenó en la peor epidemia de cólera de la historia
del país.
El modelo de los Chicago Boys y el
Consenso de Washington piden a gritos la privatización de todas las reservas de
agua en aras de la eficiencia, de la competitividad y del precio.
Porto Alegre no mordió la manzana y
hoy en día ofrece uno de los servicios públicos de agua más baratos y
eficientes del mundo, mientras los habitantes de Cochabamba sí lo hicieron y
están pagando el doble.
El agua es un derecho de todos
porque, como el aire, satisface una necesidad vital que está por encima de
cualquier negocio.
Para defender ese derecho, no hace falta creer un rumor acerca del soborno de una multinacional a las autoridades de una comunidad indígena en México para que motivaran a la comunidad a beber refresco para eructar y sacar los malos espíritus
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