En el Ártico, éstos han aguantado todo el invierno, quedando como incendios
latentes que resurgen con el deshielo, de ahí que en algunos ámbitos se
conozcan como incendios zombies. Éstos, como no necesitan de oxígeno
directamente, lo que hacen es que producen el calentamiento de la materia
orgánica subterránea y cuando se producen altas temperaturas en la superficie,
se manifiestan al exterior generando incendios”, indica Moya.
Desde hace unos años, estos incendios latentes se han podido detectar a
través de las imágenes de Copérnicus, el Programa de Observación de la Tierra
de la Unión Europea, que hace barridos por todo el mundo y tiene, entre otros,
un servicio de información y análisis sobre Gestión de Emergencias, como
riadas, tormentas de arena y, en este caso, también incendios, que se han
podido mostrar y cuya magnitud solo había sido reconocido por los servicios
forestales de unos pocos países.
Según el investigador, “estos incendios bajo suelo tienen un poder calórico
bastante alto y una vez que en la parte superficial la temperatura se eleva la
turba subterránea se seca, vuelve a estar el combustible en superficie
disponible y hace que el calor latente se convierta en ignición y aparezca
llama, de esta manera vuelven a mostrarse como incendios sobre el suelo,
saliendo a superficie”.
“En la zona del Ártico, el pasado junio de 2020, ha sido especialmente caluroso –señala Daniel Moya- porque se encontraba con unos valores de 38 grados, 20 grados más de lo que suele estar por esa época, y en Siberia las temperaturas primaverales han alcanzado 10 grados más por encima de la media, además el periodo estival de 2019 dejó doce millones de hectáreas calcinadas y muchos de esos incendios se declararon extintos con la llegada de la nieve”.
El servicio forestal en Alaska había advertido que muchos de estos
incendios de verano habían quedado bajo suelo para volver a aparecer 6 o 7
meses después en los mismos sitios. ”Los incendios forestales en el hemisferio
norte se concentran durante el verano, pero en estos casos se mantiene bajo el
suelo durante muchos meses”, señala Moya.
“Es una tónica que se está viendo en muchos sitios del mundo donde existe clásicamente un régimen de incendios que se producen en la época en que las temperaturas suben y la vegetación está disponible para arder. Concretamente en la zona del Ártico, que está en el Polo Norte, es una zona en la que sube hasta una media de 20 grados en la época estival, pero históricamente los incendios eran muy pequeños y quemaban poca superficie, teniendo periodos de retorno de hasta 200 años”.
Cambios cuantitativos de los incendios
Los gráficos del programa Copérnicus, publicados desde 2003, muestran una
medición de emisión de radiación de calor 20 veces más alta en los dos últimos
años que en el periodo entre 2003 y 2018. ”Esta situación demuestra que está
habiendo un cambio cuantitativo de los incendios que se producen”, indica el
investigador.
Según Daniel Moya, “los sistemas de prevención no están preparados para ese régimen de incendios, además de lo que puede suponer para la Humanidad, por la cantidad de CO2 que están emitiendo y hace que esas zonas (vegetación) que generalmente están secuestrando carbono se conviertan en emisores del carbono atmosférico, lo que acelera las dinámicas de cambio climático”.
De esta forma “se crea un ‘feed back’ (retroalimentación) que genera una sinergia que acelera el proceso, produciéndose oxidación de la materia orgánica que estaba congelada bajo el suelo que emite gases tóxicos a la atmósfera, procedentes de los compuestos que llevan enterrados miles de años y que pueden contener toxinas. Nos ha creado la incertidumbre de lo que pueda llegar a salir al exterior”, argumenta el investigador.
Toxinas que pueden dar la vuelta al mundo
“Estas nubes de humo, cargadas de toxinas pueden llegar a dar la vuelta a
todo el mundo. Es un problema global de contaminación difusa”.
Antes los incendios se producían solamente en el momento en que estaba la
vegetación disponible como combustible, un periodo muy corto al año. “Ahora, al
ser las temperaturas mayores, al estar menos tiempo el hielo en la superficie,
la vegetación está más tiempo disponible para ser quemada, por lo que en la
actualidad son más en cantidad, más grandes, de mayor intensidad y se amplía el
periodo de riesgo de incendio más tiempo a lo largo del año”, explica Moya.
Los mayores problemas que surgen para el planeta se encuentran en la liberación de carbono de zonas que siempre han sido receptoras, que siempre han secuestrado gases invernadero y que se convierten de repente en emisores. “Ahí es donde se encuentra la retroalimentación y aceleración del cambio climático”, subraya el investigador.
Moya afirma que “prácticamente todas las zonas del mundo están expuestas a estos incendios con el cambio climático, aunque con el incremento de las temperaturas no se va a producir en todos los sitios de manera homogénea. Por ejemplo, los periodos de sequía aumentaran considerablemente en la Cuenca Mediterránea y por mucho que tengamos buenos equipos de extinción, éstos no van a ser capaces de apagar estos inmensos fuegos desatados por eventos extremos de sequía, afectando especialmente a las zonas con falta de manejo forestal ”.
Además, ahora ha surgido una situación nueva como es la COVID-19, con la
que se han tenido que implementar nuevos medios de actuación. Por ejemplo,
indica Moya, “en el caso de los incendios de Alaska, estaban teniendo problemas
para salir a controlar los incendios porque había que someterse a las medidas
sanitarias impuestas, así los camiones tenían que llevar menos personal y
guardar el distanciamiento social entre los servicios forestales de extinción
para asegurar o reducir el riesgo de contaminación y salud”.
Por eso, la capacidad de enfrentarse a un conato de incendio para su extinción puede verse reducida a la hora de cumplir todas estas normativas de sanidad que nos ha traído la pandemia del coronavirus.
Gestionar nuestro entorno para reducir riesgos
Pero, también el investigador de la UCLM considera que, “habría que gestionar nuestro entorno de manera territorial, gestionar paisajes resilientes implementando medidas de prevención, que además de reducir el riesgo de que pueda haber un nuevo gran incendio, aminoraría sus efectos negativos en caso de producirse. La falta de población en el medio rural reduce el aprovechamiento y cuidado de nuestro paisaje agroforestal aumentando también el riesgo de que esto se reproduzca con frecuencia”.
Para reducir estos incendios, Daniel Moya, aconseja “ implementar algunos
usos tradicionales ya perdidos o devaluados como la ganadería extensiva, el uso
de biomasa forestal y el mantenimiento productivo de nuestros bosques, con
medios que fomenten la reducción del riesgo y mejoren la posibilidad de
regeneración natural”.
Daniel Moya concluye que “debería aplicarse la restauración solo allí donde
realmente es necesario, de manera que la biodiversidad que buscamos preservar
no se convierta en una alta carga de combustible potencialmente explosivo,
causa de los grandes megaincendios”.
Por Isabel Martínez Pita
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