Santo Domingo
Los 17 Objetivos de Desarrollo
Sostenible (ODS) representan el más amplio consenso alcanzado por la humanidad
sobre el tipo de desarrollo al cual aspiramos. Establecen un mínimo
civilizatorio sobre las oportunidades y niveles de bienestar a los cuales cada
ser humano tiene derecho y definen las obligaciones de la humanidad respecto de
nuestro planeta y sus generaciones futuras.
Se trata, ni más ni menos, de
erradicar la pobreza extrema y el hambre, combatir la desigualdad y la
injusticia y solucionar el cambio climático en todos los países y para todas
las personas.
Al definir los ODS en septiembre de
2015, los líderes de 193 naciones aprobaron también un plan de acción para
alcanzarlos: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, con metas e
indicadores para medir su progreso.
Para lograr la gran mayoría de dichas
metas e indicadores, es indispensable avanzar en una profunda transformación de
las sociedades rurales y de las formas en que nos relacionamos con el campo.
Casi ocho de cada diez de los indicadores de la Agenda 2030 están íntimamente
vinculados a lo que suceda con las sociedades rurales, y dos de cada diez sólo
se pueden lograr en y con el campo.
Pero sin profundas transformaciones
rurales será imposible cumplir las ambiciosas metas de la Agenda 2030, como
erradicar la extrema pobreza, el hambre y la malnutrición; lograr la igualdad
de género; impulsar la productividad y crear empleos decentes o reducir las
desigualdades étnicas, la contaminación del agua, la deforestación y la
destrucción de la biodiversidad.
Los ODS representan un profundo
cambio respecto del paradigma que nos guió desde la postguerra, según el cual
el desarrollo consistía en dejar atrás lo rural y abrazar, en cambio, la
urbanización y la industrialización. Los ODS, por el contrario, contienen metas
que solo serán alcanzadas redefiniendo el papel de las sociedades rurales en el
mundo contemporáneo, incluyendo sus vínculos con el mundo urbano, y promoviendo
el desarrollo y acceso al mercado de los pequeños productores.
Si en el siglo pasado el desarrollo
consistía en superar la ruralidad, en el siglo 21 el desarrollo solo será
sinónimo de progreso humano si resulta en sociedades rurales más plenas, con un
mayor ejercicio de derechos básicos y una mayor capacidad de aportar a nuestro
destino común en este planeta.
La idea de que el campo es un mundo
estático y adverso al cambio se contradice de mil maneras con la realidad: las
sociedades rurales de América Latina y el Caribe han vivido profundas
transformaciones, especialmente a partir de la década de 1980. Sin embargo, los
efectos de esas transformaciones muchas veces no han ido en la dirección del
tipo de desarrollo definido por los ODS y la Agenda 2030.
Hay cuantiosa evidencia de que, en la
mayoría de nuestros países, la transformación rural no ha sido socialmente
incluyente, y tampoco ha sido ambientalmente sustentable. Las desigualdades no
son sólo económicas y sociales, sino también sectoriales, territoriales, étnicas
y de género. La pobreza y la baja productividad está concentrada en
determinados territorios, en los pequeños productores, indígenas y mujeres. Hoy
las sociedades rurales están peor que las sociedades urbanas en la inmensa
mayoría de los indicadores de los ODS, lo que no es compatible con la visión de
“no dejar a nadie atrás” que los inspira.
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