Cuando Colón desembarcó en la isla en
1492, el espacio insular había experimentado los efectos de la acción humana
continua a lo largo de casi 4,000 años.
En las cartas de Colón y en las crónicas españolas del siglo se hace notar que los taínos componían una sociedad que practicaba extensamente la agricultura de "tumba y quema" con una tecnología de coa.
En las cartas de Colón y en las crónicas españolas del siglo se hace notar que los taínos componían una sociedad que practicaba extensamente la agricultura de "tumba y quema" con una tecnología de coa.
Los taínos cultivaban extensamente yuca, maíz, batata, maní, tabaco, ají y piña, entre otras plantas, y utilizaban ténicas de amontonamiento de la tierra en canteros especiales para facilitar la fertilización, el reguío y la oxigenación.
En las crónicas hay indicios de que
algunas de las extensas sabanas de la isla eran el resultado del fuego inducido
por seres humanos.
También existen noticias de que
había zonas de la isla que estaban intensamente cultivadas.
Al observar la intensidad de los
cultivos, Colón comparó la zona norte de Haití con los campos agrícolas de
Granada.
Como se ve, los españoles no ocupan
una isla virgen y primitiva, sino todo lo contrario, una isla cuyo espacio
había estado sujeto a la intervención humana durante un largo período de
tiempo.
A juzgar por lo que sabemos de las
crónicas, debió haber nichos ecológicos de larga ocupación humana en los cuales
la naturaleza había sido transformada por la sustitución de plantas nativas por
plantas importadas de América del Sur.
Sabemos que el maíz, el tabaco y la
yuca no eran plantas nativas y, por lo tanto, su introducción en la isla,
varios miles de años antes de la llegada de Colón, marca el inicio de la
agricultura aborigen.
La antigüedad de la agricultura
aborigen no debe, sin embargo, llevarnos al error de creer que toda la isla
estaba habitada homogéneamente, como creen algunos historiadores
contemporáneos.
Lo que sabemos es que la
distribución de la población aborigen era bastante extensa, pero que las
comunidades tendían a concentrarse en aquellos puntos en donde había agua,
pesca y cacería abundante, y en donde esos recursos podían combinarse
fácilmente con buenos suelos para cultivar yuca y maíz, que eran las principales
fuentes de carbohidratos de los taínos.
El impacto de la población nativa
sobre el medio ambiente fue más duradero debido a su antigüedad y continuidad
que debido a su intensidad.
Es importante recordar que en 1492
la población taína no sobrepasaba el medio millón de personas y, por lo tanto,
la relación hombre/tierra era extremadamente baja.
Esta baja relación hombre/tierra permitía la recuperación de terrenos afectados por los desmontes y los fuegos, y por ello la isla que encontraron los españoles en 1492 – al tiempo que era una isla domesticada – también contenía grandes espacios vírgenes y deshabitados.
Esta baja relación hombre/tierra permitía la recuperación de terrenos afectados por los desmontes y los fuegos, y por ello la isla que encontraron los españoles en 1492 – al tiempo que era una isla domesticada – también contenía grandes espacios vírgenes y deshabitados.
La dominación española alteró
completamente el equilibrio existente hasta entonces.
Los españoles sometieron a la
totalidad de la población nativa a la esclavitud y dedicaron la mayor parte de
la mano de obra india a lavar oro en los ríos y a realizar pesados trabajos de
construcción en las nuevas ciudades.
Otros indios fueron dedicados a
tareas agrícolas y forzados a cultivar yuca y maíz en plantaciones, en tanto
que otros fueron entrenados y convertidos en peones encargados de cuidar el
ganado introducido por los españoles.
El choque de la dominación española
hizo desaparecer casi todos los indios en menos de treinta años. Ya en 1520
apenas quedaban menos de 1,000 indios en toda la isla.
Para entonces, la población
española apenas pasaba de 4,500 perosnas, pues ante la crisis de la
desaparición de la mano de obra muchos españoles decidieron abandonar la isla.
La aparición de la industria
azucarera marcó una importante transición en la evolución ecológica de la isla,
pues aunque los ingenios construidos entre 1520 y 1535 eran pequeños, y aunque
el área sembrada de caña nunca podría compararse con las plantaciones modernas,
lo cierto es que ejercieron un importante impacto en las zonas bajo su
influencia.
El efecto más importante de la
primera industria azucarera colonial sobre el medio ambiente fue la
deforestación de las zonas en donde se establecieron las plantaciones.
Hubo que tumbar montes para sembrar
la caña y hubo también que tumbar montes para abastecer la leña a las casas de
caldera de los ingenios. Aunque los pequeños ingenios eran pequeñas unidades
que no producían más de 100 toneladas de azúcar por año, su continua operación
durante casi todo el siglo 16 contribuyó a la deforestación de las zonas
periféricas de las plantaciones.
Esta deforestación temprana no
parece haber tenido consecuencias permanentes, pues al colapsarse la industria
azucarera española a finales del siglo 16 los antiguos campos de caña volvieron
a ser cubiertos por la maleza y el espacio de los antiguos bosques talados
volvió a ser cubierto por la foresta tropical.
Al desaparecer la industria
azucarera a principios del siglo 17, los espacios naturales que habían sido
afectados por la acción humana empezaron a recuperarse.
Sin embargo, no todo el territorio
insular se cubrió nuevamente de bosques pues todavía quedaban las antiguas
sabanas cubiertas de pasto, ahora utilizadas por el ganado.
La documentación de la época
menciona que durante el siglo 17 la cacería de ganado cimarrón se convirtió en
la actividad principal de los habitantes de la isla.
Al quedar la isla casi despoblada
(un máximo de 7,5000 habitantes a mediados del siglo 17), el ganado tuvo la
oportunidad de multiplicarse ampliamente.
En la parte occidental, sin
embargo, la abundancia de ganado atrajo la atención de los aventureros
franceses, ingleses y holandeses que merodeaban por el mar Caribe acompañando a
los piratas que combatían el imperio español. Así, en pocos años, la parte
occidental de la isla empezó a ser ocupada por bucaneros, cazadores de ganado
que pasaban temporadas de hasta seis meses matando reses cimarronas y
acumulando sus cueros para ser vendidos luego a negociantes franceses y
holandeses en la isla de la Tortuga.
Así tuvo lugar el poblamiento de la
parte occidental de la isla en la segunda mitad del siglo 17, pues a medida que
el ganado se fue extinguiendo los bucaneros se fueron desentarimando y se
fueron convirtiendo en cultivadores de tabaco.
En la parte oriental controlada por
los españoles, entretanto, el único cultivo en gran escala que se quiso
introducir fue el cacao en las cuencas de algunos ríos cercanos a las ciudades
de Santo Domingo, Higüey y El Seibo.
Las plagas acabaron con esas primeras plantaciones de cacao, que tuvieron una vida bastante corta, pues las más antiguas comenzaron en 1640 y no llegaron a persistir más allá de 1666.
Las plagas acabaron con esas primeras plantaciones de cacao, que tuvieron una vida bastante corta, pues las más antiguas comenzaron en 1640 y no llegaron a persistir más allá de 1666.
En la parte occidental, el tabaco
fue la actividad agrícola predominante durante la segunda mitad del siglo 17.
Los franceses, que terminaron
dominando ese territorio, fueron inicialmente pocos y su actividad agrícola
apenas afectó el medio ambiente. Estando despoblada la parte occidental de la
isla, los pioneros franceses se asentaron en las zonas más fértiles, en donde
mantenían sus cultivos.
Algunos incluso aprovecharon las
sabanas para criar ganado manso y vender carne a los demás cultivadores.
Esta situación empezó a cambiar en
1698 cuando se instalaron los primeros ingenios azucareros franceses en la
parte occidental de la isla.
A partir de entonces, todo cambió. Puede decirse
que el siglo 18 es el período de la gran depredación francesa de la isla, pues
no solamente sucumbieron los bosques a la demanda de leña de los ingenios
azucareros, sino también a la demanda de madera preciosa de los ebanistas y
constructores europeos que descubrieron la caoba de la isla y demandaban cada
vez mayores cantidades de ésta y otras maderas.
La parte española, entretanto, no
fue igualmente afectada.
Aunque algunos empresarios
españoles se asociaron con inversionistas franceses e instalaron ingenios en
las cercanías de la ciudad de Santo Domingo, el número de estas fábricas de
azúcar apenas llegó a 11 a finales del siglo 18.
Estos ingenios tenían un tamaño
similar a los franceses, pero su escaso número les impidió ejercer un impacto
significativo sobre el territorio de la colonia española. Su impacto ecológico
se redujo a las mismas zonas en donde estaban instalados, esto es, en las
cuencas de los ríos Isabela, Haina, Nigua y Nizao.
Por otra parte, la actividad
principal de la población española durante todo el siglo 18 fue la crianza de
ganado, aunque algunos campesinos cultivaban tabaco en las afueras de Santiago.
Ninguna de estas dos actividades ejerció un impacto significativo sobre el
medio ambiente en este período.
Ambas colonias también difirieron
por el monto de la población y la velocidad de su crecimiento demográfico.
La
colonia española tuvo un rápido crecimiento demográfico en el curso del siglo
18 y llegó a tener una población de 180,000 habitantes en 1790, para un
territorio de más de de 60,000 km2. La colonia francesa, por su parte, creció a
mayor velocidad que cualquier otra posesión europea en el Caribe. Ya en 1716 su
población era mayor de 100,000 habitantes, y en 1789 alcanzaba las 510,000
personas, distribuidas en 452,000 esclavos negros, 28,000 mulatos libres y
40,000 blancos.
La revolución haitiana que estalló
en 1791 y las guerras que le sucedieron alteraron por completo el curso
histórico de la isla.
Las poblaciones de ambas partes de
la isla fueron sustancialmente reducidas después de un largo período de casi 20
años de calamidades. Toda la población blanca, así como numerosos mulatos y más
de 150,000 negros perdieron la vida en la parte francesa.
En 1805, la población de la parte
francesa, ahora convertida en el estado independiente de Haití, era de apenas
305,000 personas. En la parte española, entretanto, la población emigró
masivamente a Cuba, Puerto Rico y Venezuela, quedando reducida a 63,000
personas en 1812.
Acabadas las guerras, las
poblaciones de ambas partes de la isla empezaron a recuperarse, siguiendo ambas
dos modelos de crecimiento bastante similares en el curso del siglo 19 que
empezaron a diferenciarse en el curso del siglo 20, debido a las diferentes
dotaciones de recursos de ambas partes de la isla y debido, también, a los
diferentes coeficientes hombre/tierra en Haití y la República Dominicana.
En la República Dominicana las
cosas evolucionaron en forma diferente [a Haití] debido a la diferente dotación
de recursos de ambas zonas de la isla, a la escasez inicial de población y a la
diferente herencia colonial.
Ya hemos mencionado que la colonia
española de Santo Domingo no fue una colonia de plantaciones que demandó leña
para fabricar azúcar, ya que sus empresarios no se interesaron por sus bosques
de maderas preciosas como hicieron los franceses en Saint-Domingue.
realidad, las primeras exportaciones
de caoba comenzaron a realizarse en Santo Domingo entre los años de 1805 y 1809
bajo el gobierno francés de Louis Ferrand, quien, necesitando moneda fuerta
para pagar importaciones, abrió los primeros cortes de caoba dominicana.
La caoba se convirtió en un
importante renglón de exportaciones durante los primeros 60 años del siglo 19 y
su explotación se acentuó durante los 22 años en que la parte dominicana fue
gobernada desde Puerto Príncipe entre 1822 y 1844.
Durante este período, los cortes de
caoba dominicana sirvieron para exportar un promedio de 4 millones de pies
cúbicos anuales.
A partir de la independencia, en
1844, y durante los 30 años siguientes, los cortes de caoba continuaron, aunque
cada vez más alejados de los cauces de los ríos o de los centros poblados más
importantes.
Los documentos del siglo 19
muestran que los cortes de caoba que se iniciaron en las cuencas de los ríos
del sur de la isla, luego se movieron al norte y más adelante al oeste. Todavía
en 1870 y 1880 había empresarios que estaban abriendo nuevos cortes de caoba en
el norte y noroeste de la República.
Además de la caoba, otros
empresarios cortaban y exportaban guayacán y campeche.
Montecristi, por ejemplo, funcionó
en la segunda mitad del siglo 19 como un importante centro maderero en dode
operaban varias compañías explotadoras de los extensos bosques de campeche de
la cuenca del río Yaque del Norte. La cuenca del Yuna también fue colonizada
por explotadores de madera en la misma época.
La escasa población de la parte
dominicana y su concentración en las tierras llanas del país favoreció la
preservación de los suelos en las zonas madereras durante el siglo 19 pues
solamente muy pocos individuos se quedaban viviendo en las áreas deforestadas y
éstas eran subsecuentemente cubiertas de vegetación y bosque secundario poco
tiempo después.
Las tierras llanas, en cambio, sí
estuvieron sujetas a un intenso proceso de cultivo, particularmente en las
zonas tabacaleras inmediatamente al oeste de Santiago y en las zonas productoras
de alimentos en el Cibao Central.
A finales del siglo 19, cuando se
iniciaron los grandes desmontes en el Cibao Central y Oriental para dar paso a
la creación de inmensos cacaotales y cafetales, el bosque primitivo fue
sustituido por los nuevos bosques de cacao y café que crecían al amparo de
árboles de amapola y gina, especialmente sembrados para dar sombra a las nuevas
plantas.
En las zonas de café y cacao, la
deforestación no llevó necesariamente a la erosión catastrófica, como ocurrió
en Haití y como ocurriría más tarde en muchos de la República Dominicana.
Históricamente, pues, la dinámica
del cambio ecológico dominicano difiere de la haitiana en el siglo 19 en las
siguientes características:
a) menos población, aunque las
tasas de crecimiento demográfico son más rápidas;
b) más tierra disponible por
habitante, al tiempo que la calidad de los suelos es mucho más alta pues en
general la mayoría de los suelos que entran en explotación son vírgenes;
c) más tierras llanas para
cultivos, lo cual retrasa la intervención humana en las laderas y montañas;
d) tardía explotación de los
bosques de pino; y, e) ausencia de una industria azucarera en gran escala, lo
cual hizo que la explotación del bosque para el uso de leña fuera más tardía.
Con todo, poco a poco, a medida que
la población dominicana fue creciendo y que se ampliaron sus necesidades
económicas, la demanda de madera para leña y carbón, así como la necesidad de
espacio para plantaciones comerciales y para la producción de alimentos, fueron
afectando los bosques.
En la segunda mitad del siglo 19,
por ejemplo, los dominicanos residentes en las zonas llanas de Azua, Baní y San
Cristóbal desarrollaron una vigorosa industria de aguardiente y raspaduras y
llegaron a mantener funcionando unos 240 trapiches azucareros que consumían
grandes cantidades de leña de los bosques circundantes.
A partir de 1875, con la entrada de
los primeros ingenios semimecanizados que funcionaban con máquinas de vapor, la
demanda de leña fue aún mayor.
Bajo el empuje de los grandes ingenios
modernos, los bosques de las grandes llanuras del este de la isla empezaron a
desaparecer. Una parte desapareció para dar paso a las plantaciones de caña,
mientras otra fue consumida en las calderas de los centrales azucareros y de
las locomotoras que movían sus trenes.
La industria azucarera que se
desarrolló a partir de 1875 y que se expandió desmesuradamente a prinicipios
del siglo 20, hizo desaparecer los bosques de las mayores llanuras del país.
El paisaje llano y sin árboles de
San Pedro de Macorís, La Romana y El Seibo se repitió más tarde en Barahona,
Azua y Puerto Plata.
Mientras tanto, los bosques del
interior del país quedaron virtualmente intocados, apenas explotados por los
artesanos del Cibao que requerían madera de pino para fabricar muebles y
viviendas urbanas pues las viviendas rurales se fabricaban de tablas de palma.
Aunque hubo algunos esfuerzos en
Santiago y La Vega orientados a explotar los bosques de pino de la Cordillera
Central en la segunda mitad del siglo 19, esa explotación fue mínima y todavía
en 1910 los viajeros se admiraban del estado prístino de los pinares
dominicanos.
Según informes de la época, en 1916
había 46 millones de tareas de bosques de distintos tipos en el país.
La introducción de máquinas de
vapor favoreció la instalación de pequeños aserraderos en La Vega, Santiago y
Santo Domingo a principios del siglo 20 y es entonces cuando puede decirse que
el país dejó de importar madera de pino para construcciones.
Un nuevo informe de 1922, firmado
por el Dr. Canela Lázaro, dio cuenta detallada de la situación de la foresta
dominicana en la Cordillera Central y de la importancia de conservarla.
Canela Lázaro pidió la creación de
áreas reservadas en los nacimientos de los principales ríos del país, y lo
mismo hicieron varios viajeros que participaron con él en varios de sus viajes
exploratorios por las sierras de la Cordillera Central.
La apertura de las carreteras
durante la ocupación militar norteamericana contribuyó al descubrimiento del
valor potencial de los bosques dominicanos pues las carreteras acercaron la
tecnología maderera a los bosques de pino.
Al llegar Trujillo al poder en
1930, ya había varios importantes aserraderos funcionando en Santiago y se
señalaba la capacidad del país para ser autosuficiente en madera.
Trujillo descubrió el verdadero
valor económico de los bosques dominicanos después de los cálculos que realizó
Carlos Chardón, un experto puertorriqueño que preparó para el gobierno un
informe en el cual evaluaba la situación y valor de los recursos naturales del
país en 1939.
A partir de entonces, Trujillo se
hizo también industrial maderero asociándose con personas que ya estaban en el
negocio o colocando testaferros al frente de nuevos aserraderos de su
propiedad.
La Era de Trujillo fue la catástrofe
para los bosques dominicanos que cayeron en manos de una oligarquía de
aserradores asociados con Trujillo, quienes devastaron en menos de 20 años
varios millones de tareas de bosques que habían tomado miles de años en
formarse.
Estos individuos y sus compañías
madereras deforestaron las zonas de San José de las Matas, Jarabacoa, Tireo, El
Río, Constanza, La Horma, El Rubio, San Juan de la Maguana y Restauración,
entre otras, y no se molestaron en replantar el bosque que talaban.
La deforestación industrial de la
Cordillera Central dió lugar a la colonización de los valles intramontanos de
Constanza, El Río, Tireo y Jarabacoa, así como al repoblamiento de las zonas de
la sierra al oeste de San José de las Matas hasta llegar a Restauración,
pasando por El Rubio.
Liquidado el bosque, quedaron los
trabajadores de los aserraderos convertidos en campesinos itinerantes al
servicio de los terratenientes ganaderos, que les entregaban tierras taladas
pero cubiertas de bosque secundario, para que las talaran de nuevo y sembraran
frijoles o papas por dos o tres años, a cambio de entregarles los fundos
sembrados de pastos cuando la pérdida de la fertilidad del suelo los obligara a
moverse a otro lote para comenzar de nuevo.
Así fue despoblándose la Cordillera
Central de sus pinos originales, que fueron suplantados gradualmente por
pastizales que secaron las fuentes de agua e hicieron morir las cañadas y los
arroyos en un proceso que se repite y se ha repetido durante años en toda
América Latina.
Durante años, los dominicanos
pudimos presenciar como en tiempos de cuaresma, que es una época de sequía
estacional, las montañas dominicanas quedaban a merced de los fuegos
intencionales pegados por los campesinos y ganaderos en una lucha sin cuartel
contra el bosque para convertirlo en pastizal.
Este proceso se repitió miles de
veces en todas partes del país y para finales de la Era de Trujillo ya sus
efectos eran evidentes: las montañas sin bosques y los ríos sin agua. En 1967,
seis años después de la muerte de Trujillo, se calculó que apenas quedaban 9
millones de tareas de bosques en la República Dominicana, en contraste con los
46 millones que había en 1916.
Los pinares fueron los bosques que
más sufrieron la acción de los aserraderos.
En el 1939, Chardón calculó que
había en el país 12 millones de tareas de pinos.
En 1967, cuando el gobierno
dominicano por fin clausuró los aserraderos, apenas quedaban 3.5 millones de
tareas de pino.
Con todo, la República Dominicana
todavía goza de ciertas ventajas en relación con Haití.
Su territorio es más llano y recibe
más lluvias; sus tierras están mejor conservadas y son todavía más fértiles; su
economía es más diversificada y su población es más rica; y sus gobiernos han
tenido más éxito en controlar la depredación de los bosques, aun cuando las
evidencias indican que son precisamente las autoridades y los grupos asociados
a ellas quienes más han participado en la devastación forestal en los últimos
25 años.
Otro elemento de diferenciación
parece haber sido la mayor intensidad de la emigración dominicana hacia el
extranjero, así como la migración rural/urbana.
Más de medio millón de dominicanos
han emigrado hacia los Estados Unidos después de la muerte de Trujillo y tal
vez 100,000 dominicanos adicionales han emigrado hacia otras partes del mundo,
incluyendo Venezuela, Europa y Canadá.
La emigración ha quitado presión al
medio ambiente en ciertas zonas rurales en donde la relación hombre/tierra era
relativamente alta.
Miles de dominicanos abandonaron el
campo para siempre con la intención de no regresar jamás. Sus tierras fueron
adquiridas por los que se quedaron, quienes a su vez las traspasaron a otros,
generalmente ganaderos que las conservan todavía.
Aunque el bosque ha sido sustituido
por el pastizal en numerosos lugares de las montañas, y aunque este fenómeno ha
sido detrimento para la preservación de los ríos y otras fuentes de agua, sus
efectos han sido menos catastróficos que en Haití, en donde las necesidades de
tierra de una población campesina urgida por zonas de cultivo han contribuído a
reemplazar la vegetación o el pasto por cultivos de ciclo corto que exponen los
suelos a una mayor erosión.
Con todo, no puede decirse que la
República Dominicana ha logrado controlar el proceso de deterioro de su medio
ambiente.
Frente a Haití, la situación luce
menos deteriorada, pero en realidad dista mucho de ser un modelo de
conservación de recursos naturales. En realidad, hace ya muchos años que se
observan indicios de que la República Dominicana podría adentrarse en un
proceso similar al que ocurrió en la República de Haití si no se adoptan
medidas eficaces de preservación de aguas y suelos.
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