La huella ecológica es un indicador
medioambiental que calcula, considerando la tecnología actual y por el espacio
de un año, la media de superficie productiva necesaria (expresada en hectáreas)
para, por un lado, generar los recursos consumidos por un ciudadano o comunidad
(país, región o toda la población mundial) y por otro, absorber los residuos
que generan dicho consumo sin importar la localización de estas áreas.
Aunque el cálculo de la huella
ecológica se adentra en complejas fórmulas matemáticas, basa sus resultados en
la observación de los siguientes aspectos:
1. La cantidad de hectáreas
utilizadas para urbanizar, generar infraestructuras y centros de trabajo.
2. Hectáreas necesarias para
proporcionar el alimento vegetal necesario.
3. Superficie necesaria para pastos
que alimenten al ganado.
4. Superficie marina necesaria para
producir el pescado.
5. Hectáreas de bosque necesarias
para asumir el CO2 que provoca nuestro consumo energético.
Desde un punto de vista global, se
ha estimado en 1,7 hectáreas la biocapacidad del planeta por cada habitante, o
lo que es lo mismo, si tuviéramos que repartir el terreno productivo de la
tierra en partes iguales, a cada uno de los más de seis mil millones de
habitantes en el planeta les corresponderían 1,7 hectáreas para satisfacer
todas sus necesidades durante un año.
Al día de hoy, el consumo medio por
habitante y año es de 2,8 hectáreas, por lo que, a nivel global, estamos
consumiendo más recursos de los que el planeta puede regenerar.
Precisando aún más, en España, la
huella ecológica media por habitante y año es de 5,5 hectáreas, 3,2 veces
superior a la capacidad biológica del planeta para generar recursos de forma
sostenible. Aun peor, Estados Unidos consume 12,5 hectáreas, la más alta.
Dado que la biocapacidad del
planeta es de 1,7 hectáreas, si todos los habitantes de la tierra optaran por
vivir al nivel de un ciudadano medio estadounidense harían falta más de siete
planetas.
Por otro lado, el dato de las 2,8
hectáreas de media por año y habitante que se consumen actualmente, como
podemos imaginar, no implica que todos los individuos del planeta posean esta
incapacidad para satisfacer sus necesidades; muy al contrario, la desigualdad
entre distintas latitudes e incluso la exclusión social en comunidades más
pequeñas, como ciudades, produce datos alarmantes.
Así una gran parte de los países
del planeta están por debajo de la hectárea, y no porque estén a la cabeza del
consumo racional y sostenible sino porque desgraciadamente no consumen al no
tener casi acceso a los recursos.
Incluso India y China, que avanzan
raudas para salir del subdesarrollo, consumen 0,7 y 1,8 hectáreas,
respectivamente.
El hecho de que un ciudadano del
mundo rico consuma 5 hectáreas, implica, de forma indirecta, que hay otro
ciudadano que padece déficit en el acceso a los recursos.
Con todos estos datos podemos
intuit fácilmente que el ritmo de consumo actual es insostenible y acabará con
los recursos del planeta en un plazo no muy largo.
Además, hay que considerar el hecho
de que los países subdesarrollados y en vías de desarrollo que quieran mejorar
su nivel de bienestar deben aceptar (China y la India ya lo han hecho) el
modelo socio-económico neoliberal basado en un consumo desmedido como principal
motor de la economía, lo que agravaría aún más el déficit de recursos que ya
sufre el planeta y provocaría graves consecuencias a nivel global.
Es evidente que los países ricos
que contaminan y malgastan de forma tan irresponsable y despreocupada no pueden
ni podrán evitar en sus territorios los azotes del cambio climático, ni las
migraciones masivas de los que huyen de la pobreza, ni en último caso, la
extrema carencia de los recursos globales.
El 'Welfare State' (estado de
bienestar) occidental, escondiendo sus miserias, se impone como el cenit
civilizatorio para toda la humanidad.
No obstante, la realidad es que
este estado de bienestar, así planteado, le sale muy caro al planeta, humanos incluidos.
Pese a todo, los grupos de poder o
'lobbies' del mundo rico (principales causantes de la degeneración biológica y
ecológica del planeta) no parecen preocuparse en exceso y continúan apostando
por el modelo socio-económico actual e incluso, 'imponiéndolo' a otros países
en vías de desarrollo, sin dejar opción a que otras fórmulas democráticas de
distribución de los recursos con una base más racional y otras actitudes más
solidarias se pongan en práctica.
No obstante, tal vez la cuestión no
es sí la economía planificada es mejor que la del libre mercado o si la mixta
es 'justo medio' razonable entre ambas; el problema es bajo qué actitud
individual se economizan los recursos, se intercambien bajo un modelo económico
u otro.
Es una cuestión de elegir, desde el
punto de vista político y sobre todo ético, la sostenibilidad en la utilización
de los recursos y la equidad y solidaridad en su reparto, lo que implica un
cambio de mentalidad a nivel individual que corrija el modelo actual a un
sistema socio-económico más solidario e igualitario.
Todos sabemos que si el petróleo
sube, también lo hace, finalmente, el precio del pan de la tienda de al lado.
Nuestro sistema está cogido con
pinzas e intervenir de forma radical a nivel económico, puede ser catastrófico
para este nudo gordiano.
Pero ¿Qué ocurre si desde un plano
individual y colectivo, de forma paulatina, se van reduciendo los riesgos?
Es decir, ¿qué ocurre si, como
consumidores, vamos conociendo y eligiendo? Conocer para saber cuáles son las
consecuencias de nuestro estilo de vida y elegir cambiar de actitud para
aportar a un desarrollo más sostenible.
Obviamente, los distintos poderes
políticos deben ser honrados y valientes en la puesta en marcha de políticas
más ecológicas y solidarias regulando, al mismo tiempo, las actividades de las
grandes corporaciones que contaminan y prohíben de forma directa o indirecta el
que los recursos se distribuyan de forma justa.
También, la ciencia y la tecnología
deben continuar mejorando en la disminución el impacto de nuestro consumo. Y
por último, pero por ello no menos importante, queda la parte que a todos nos
corresponde y ésta es nuestra actitud como consumidores.
Está claro que tenemos la capacidad
de reducir nuestro impacto medioambiental de forma considerable adquiriendo
unos hábitos determinados a nivel individual, como por ejemplo:
Ø Evitar la
sobreexplotación y erosión del terreno y hacer un uso más racional de la
energía que consumimos en nuestro hogar y lugar de trabajo.
Ø Consumir
productos ecológicos basados en una agricultura, ganadería y pesca ecológica.
Ø Reducir la
tala de bosques, los pulmones de nuestro planeta.
Ø Reducir las
emisiones de CO2 y evitar el sobrecalentamiento de la atmósfera.
Ø Hacer un uso
racional del agua.
Ø Reciclar
todo lo posible
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