Después de recibir y tratar el caso de John Benson, un británico adicto a
su teléfono celular, el psicoterapeuta Steve Pope afirmó que los smartphones pueden
resultar tan adictivos como la propia cocaína o cualquier otra droga con
potencia adictiva. A Benson, el paciente, su adicción al teléfono le costó la
relación con su pareja y hasta su trabajo.
Una vez que Benson se fue envolviendo paulatinamente en las posibilidades
que ofrecía su teléfono, como juegos, aplicaciones y música, comenzó a aislarse
cada vez más del mundo exterior, llegando incluso al punto de no bañarse por días,
no comer e incluso gastar cerca de 10,000 libras esterlinas (cerca de 20 mil
dólares) en software.
El paciente estaba consciente de su problema, tanto que llegó a romper su
teléfono en busca de una cura, solo para ir a comprar otro en poco tiempo. Su
ansiedad fue tal que solo lograba recuperar la compostura si tenía un teléfono
en las manos.
Después de concluir su tratamiento, el terapeuta Pope calificó a los smartphones como
“asesinos silenciosos” cuyas principales víctimas son niños y adolescentes, aunque
también –como este caso- los adultos pueden caer en sus redes.
La dependencia hacia el aparato es tal que la sola idea de no traerlo
consigo por descuido genera en el paciente un estado permanente de ansiedad que
solo se revierte cuando se está en posesión del preciado objeto.
Hoy en día la escena más común en una mesa dentro de un restaurante
es ver a todos los comensales mirando las pantallas de sus teléfonos. Y lo
mismo sucede en el metro, en un autobús, en el patio de una escuela o inclusive
dentro de las iglesias (donde los sacerdotes se han visto obligados a bloquear
las señales de los teléfonos para no interrumpir la liturgia).
Dentro de los
teatros de conciertos y obras es común ver que el acto sea interrumpido por el
timbre de un teléfono sonando (mientras su descuidado dueño hace lo posible por
silenciarlo, cosa que debió haber hecho desde antes de iniciada la función).
Pareciera como si hubiéramos perdido la noción del respeto por la hora de la
comida, el trabajo o la conversación de los demás y en cierto grado por
nosotros mismos.
Tal vez con el paso del tiempo logremos despegarnos de nuestros teléfonos
(sin los cuales vivimos tantos años) y logremos recordar que lo importante era
la reunión familiar o entre amigos, la junta de negocios o un simple atardecer
en una banca, y no quién subió tal o cual foto a Facebook
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