La historia oral cuenta que
Toñito Castañeda llegó desde San Pedro de Macorís a San Cristóbal en tiempos
difíciles, posiblemente traído durante el régimen como parte de los traslados
que buscaban reorganizar oficios y servicios. De origen español, se estableció
con firmeza en la ciudad y rápidamente se convirtió en un personaje pintoresco
y respetado por su forma de ser y por la calidad de su servicio.
Su carruaje destacaba por ser
más fuerte y de mejor calidad que los de sus colegas. No era necesariamente el
más elegante en su vestir, pero sí el más respetuoso y confiable, cualidades
que marcaron su reputación.
En una época en que el rugir
de los automóviles apenas empezaba a desplazar a los caballos, los cocheros
eran la sangre que recorría las venas de la ciudad. Transportaban niños a los
colegios, damas al mercado, familias a la iglesia. Su labor no era solo llevar
pasajeros: era conectar la vida cotidiana con la seguridad y la confianza.
Eddy Pereyra recuerda que, de
niño, se montaba “chico atrás” en el coche de Toñito, y a diferencia de otros
cocheros, él nunca le daba fuetazos a los muchachos. Ese gesto, tan sencillo,
refleja la humanidad que lo distinguía.
El parquedero de los coches
estaba en la calle Padre Ayala, frente al parque Duarte, un lugar que quedaba
impregnado del fuerte olor a orina de los caballos. Allí, entre el bullicio y
el olor característico, se tejían las historias de un pueblo que aún no conocía
la prisa moderna.
El escritor Ramón Puello Báez
recogió en sus crónicas la importancia de los cocheros como cronistas
ambulantes: hombres que sabían quién iba al colegio, al mercado o a la iglesia,
porque eran testigos de los recorridos diarios. Sus coches no solo transportaban
cuerpos, sino también historias, secretos y sueños.
El recuerdo de Toñito se une
al de otros cocheros, pero con un matiz especial: su trato respetuoso, su
puntualidad y la calidad de su carruaje. Su figura evoca un tiempo en que el
transporte era también un acto de confianza y de humanidad..
Su oficio de cochero lo
convirtió en pionero del transporte escolar en San Cristóbal.
Se decía que su coche podía
resistir viajes largos y pesados, lo que le dio ventaja frente a otros.
Su llegada desde San Pedro muestra
cómo el oficio de los cocheros estaba interconectado con otras ciudades, siendo
parte de un entramado social más amplio.
Muchos jóvenes de la época lo
recuerdan como un hombre justo y ecuánime, rasgo que marcó su legado.
La llegada de los taxis públicos
y las motocicletas fue desplazando poco a poco a los cocheros. Toñito resistió
lo más que pudo, confiando en que la dignidad del trabajo bien hecho le daría
un lugar en el futuro. Pero la modernidad no perdona: la prisa urbana terminó
por arrinconar ese mundo.
Su lucha fue silenciosa, pero
profunda: sostener un oficio tradicional frente a la irrupción de la
modernidad, defendiendo la cultura del respeto y la confianza en un tiempo en
que todo empezaba a acelerarse.
Aunque los detalles exactos de
su muerte no se han documentado ampliamente, lo cierto es que Toñito partió
dejando un vacío en la memoria urbana. Su nombre no quedó en tarjas ni en
calles, pero sí en los recuerdos de quienes de niños subieron a su coche o de
quienes confiaron en él para llegar puntuales y seguros.
Hoy, su legado invita a
reflexionar sobre cómo la historia se construye también desde los oficios
sencillos, desde los héroes cotidianos que, sin discursos ni títulos, enseñaron
la ética del respeto y la confianza.
San Cristóbal debería honrar a
Toñito y a todos los cocheros con un gesto tangible:
Una tarja en la calle Padre
Ayala, donde estaba el parquedero.
Una fotografía en el archivo
municipal, recuperando su rostro.
Un homenaje en la feria
cultural, recordando que los cocheros fueron pioneros del transporte escolar y
guardianes de la seguridad infantil.
Porque recordar a Toñito es
rescatar la dignidad del trabajo humilde, la memoria de un pueblo que se movía
al ritmo de los cascos de caballos y no de motores.
La vida de Toñito Castañeda
nos recuerda que la elegancia no está en la ropa, sino en la actitud, y que la
dignidad se cultiva en lo cotidiano. Su historia es una metáfora de cómo San
Cristóbal caminó hacia la modernidad sin olvidar a los hombres que hicieron
posible la vida diaria.
Hoy, al invocar su nombre,
volvemos a escuchar el eco de los cascos sobre la tierra, el murmullo de los
niños en uniforme y el silbido de un cochero que no necesitaba fuete, porque su
respeto bastaba para marcar el camino.
Qué opinas, cual fue tu
experiencia. Comenten!!